Confieso que no siempre será fácil despertar y mucho menos lo será ponerse en pie. Es simple, no todas las madrugadas me llevan al sueño y no siempre encuentro la paz necesaria para conciliar mis ideas y mis deseos.
En ocasiones, y muchas más de las que quisiera, me enredo en mis propios sentimientos. Me confunde la idea de unos ojos bellos, la sonrisa de unos labios frescos, las palabras que invento y que generalizo, entre los miles de intentos por descubrir algo que, quizá solo para mí, se llama felicidad.
Algo tan imposible como absurdo. Tan sencillo como intentar alcanzar el cielo con las manos.
Me veo oculto en unos ojos. Ojos que solo me miran desde la pálida fantasía de unas fotografías. Y sigo sin saber si es a mí a quien ella mira, si alguna vez me piensa o si por alguna extraña razón, por coincidencia o culpa del destino, habrá descifrado las notas que, de cuando en vez, le he dejado escritas por todas partes.
Creo que despertar es cada día más difícil y principalmente cuando no se ha podido dormir. Cuando las horas me llenan la cabeza con tantas ideas. Cuando, de manera inútil, me veo planteando la posibilidad de toparme con ella en cualquier esquina mientras camina por mis sueños, cada vez más despierto.
Qué absurdo puede ser todo. Y digo todo sin pensar que, lo que hoy es todo, mañana posiblemente será nada, solo una mueca cruel del recuerdo.
Así que despertar no es una opción... Nunca lo podrá ser, si para cuando lo haga, ya ella no estará más en mis ojos, ni en mis manos frías que se la inventan, ni tampoco en mi piel, agotada de tiempo, que la extraña.
Amanece como una simple consecuencia de mis tímidos anhelos; como el resultado de la vida que se aleja de mis pasos. Amanece sin poder evitarlo...
Amanece para que una vez más, sin motivo y sin razón aparente, vuelva el sol a quemarme los ojos y para que la lluvia regrese y me inunde de llanto el horizonte de su ausencia.
Amanece, sí, y ya estoy buscando la noche, la más oscura de las horas, para ocultarme de un mundo vacío, más y más vacío sin ella. Vacío de sus ojos, vacío de sus manos y de esa sonrisa eterna que camina en mi cabeza y que derriba mis fuerzas para ponerme de rodillas ante el ara de su altar.
Ya es tarde, el sol va quemando los restos de la mañana, el viento se lleva lejos sus cenizas blancas... Y yo aquí, en mi lecho de muerte, no dejo ni dejaré, más nunca de pensarla.
-Jorge Daniel