Llega un punto, ese punto, en el que te das cuenta de que no todo cuenta, no todo vale, no todo llena. Llega un punto en el que adviertes que mucha gente se llena la boca con mentiras de colores, que tiran la casa por ventanas que no existen, que invitan a mojitos solo para mojar y que escupen promesas que se pierden por debajo de la mesa. Mesas que siempre estarán cojas.
Llega un punto en el que te das cuenta de que no tienes el poder de arreglarlo todo, que no eres Dios ni la Virgen Santa, que no te puedes dejar la vida resucitando a otros.
Llega un punto en el que descubres que mejor solo que mal acompañado, que la soledad no es la enemiga, que lo urgente no es lo importante, que ya no vas a buscar las migas de pan de un camino que no es el tuyo. Que si no sabes hacia dónde tirar, hay que tirar de instinto. Porque nunca falla. Llega un punto en el que aprendes a escribir un punto final, porque los puntos seguidos ya no ayudan a seguir la historia. Mejor que se convierta en un recuerdo que en una pesadilla o la pescadilla nunca dejará de morderse la cola.
Llega un punto en el que te das cuenta que ser diferente es una bendición en este mundo aborregado rebosante de grados y etiquetas y delirios de grandeza. Tendencias absurdas y necesidades carentes de sentido. Y descubres que desnudarse no es quitarse la ropa, que el miedo solo genera miedo, que esta vida es un rato muy largo si la vives sufriendo. Llega un punto en el que necesitas vestirte de egoísmo, irte y mirar por ti, adviertes que eres lo más importante, que tu paz mental vale abandonar batallas, guerras y razones. Y que el qué dirán te debe importar una… gran… mierda.
Llega un punto en el que te plantas y ya solo esperas florecer.