A la niña que un día fui le daría las gracias por el tamaño de sus sueños, por no cansarse jamás de soñar, por confiar en sus propias aspiraciones.
A la niña que un día fui le diría que tuviera menos miedo, porque las peores cosas de la vida llegan sin avisar y no son aptas para cobardes.
Que mirara la vida de frente y en presente, que se preocupara un poquito menos por lo que pasará y mucho más por lo que -le- pasa.
A aquella niña que un día fui le diría que le diera todavía más besos a sus abuelos, que aprovechara el tiempo para crear recuerdos, porque jamás tendría mayor patrimonio que ese.
A esa niña le aconsejaría que volviera a confiar ciegamente en el amor, a entregarse a la pasión y escuchara, por encima de todo, los consejos de su propio corazón.
La vida duele mucho más por todo aquello que queda pendiente que por lo que se disfrutó.
Le confesaría que la adulta que ahora soy jamás se ha arrepentido por amar con todo el alma, ni por querer con la fuerza arrolladora de un huracán, que nunca se sintió tan viva como aquellas noches de escarcha y miradas cómplices.
A la niña que un día fui le diría que se esforzara al máximo, cada día, y que nunca se creyera experta en nada. También le recordaría que la vida es y será una carrera de fondo constante por superarse a sí misma, pero jamás una competición contra nadie ni a costa de los demás.
Le diría que las personas nunca son medios para conseguir un fin y que los triunfos deben venir de la mano del sacrificio y el talento.
Le insistiría en que puede ser lo que le dé la gana de ser, que no caiga en prejuicios ni se encasille y que siempre tenga presente que la vida es diversidad, tolerancia y respeto.
A la niña que un día fui le haría ponerse delante del espejo y decirse lo mucho que se gusta a sí misma, para que con los años no se le llenara la cabeza de complejos y dolor.
A la niña que un día fui le aconsejaría que intentara ser más capaz de pedir ayuda y de decir más veces te quiero. Que nunca perdiera el tiempo odiando a nadie y que jamás se quedara a esperar a quien no supo andar a su lado.
Pero, sobre todo, si pudiera ponerme delante de la niña que un día fui, le daría un abrazo y le confirmaría que lo está haciendo bien.
Le diría que el futuro está lleno de gente que la quiere por lo que es, por cómo es, y que tiene que estar tremendamente orgullosa de sus propios méritos.
Anda tranquila, pequeña, el mundo es tuyo.
A la niña que un día fui le diría que tuviera menos miedo, porque las peores cosas de la vida llegan sin avisar y no son aptas para cobardes.
Que mirara la vida de frente y en presente, que se preocupara un poquito menos por lo que pasará y mucho más por lo que -le- pasa.
A aquella niña que un día fui le diría que le diera todavía más besos a sus abuelos, que aprovechara el tiempo para crear recuerdos, porque jamás tendría mayor patrimonio que ese.
A esa niña le aconsejaría que volviera a confiar ciegamente en el amor, a entregarse a la pasión y escuchara, por encima de todo, los consejos de su propio corazón.
La vida duele mucho más por todo aquello que queda pendiente que por lo que se disfrutó.
Le confesaría que la adulta que ahora soy jamás se ha arrepentido por amar con todo el alma, ni por querer con la fuerza arrolladora de un huracán, que nunca se sintió tan viva como aquellas noches de escarcha y miradas cómplices.
A la niña que un día fui le diría que se esforzara al máximo, cada día, y que nunca se creyera experta en nada. También le recordaría que la vida es y será una carrera de fondo constante por superarse a sí misma, pero jamás una competición contra nadie ni a costa de los demás.
Le diría que las personas nunca son medios para conseguir un fin y que los triunfos deben venir de la mano del sacrificio y el talento.
Le insistiría en que puede ser lo que le dé la gana de ser, que no caiga en prejuicios ni se encasille y que siempre tenga presente que la vida es diversidad, tolerancia y respeto.
A la niña que un día fui le haría ponerse delante del espejo y decirse lo mucho que se gusta a sí misma, para que con los años no se le llenara la cabeza de complejos y dolor.
A la niña que un día fui le aconsejaría que intentara ser más capaz de pedir ayuda y de decir más veces te quiero. Que nunca perdiera el tiempo odiando a nadie y que jamás se quedara a esperar a quien no supo andar a su lado.
Pero, sobre todo, si pudiera ponerme delante de la niña que un día fui, le daría un abrazo y le confirmaría que lo está haciendo bien.
Le diría que el futuro está lleno de gente que la quiere por lo que es, por cómo es, y que tiene que estar tremendamente orgullosa de sus propios méritos.
Anda tranquila, pequeña, el mundo es tuyo.