Aprendí a quererte.
No como la gente cuenta, con rosas y caramelos, si no ahí donde tus miedos se asomaron y mostraste tu debilidad.
Aquella vez primera que tus ojos se hicieron lluviosos y tristes, donde buscaste un abrazo y te refugiaste en mi pecho con una sensibilidad asombrosa.
Aprendí a aceptarte.
No como se espera, no como quisiera.
Supe hacerlo cuando entendí tu libertad, tus ganas de comerte el mundo a mordidas y tu deseo de ser simplemente tú. Sin ataduras, sin poses, sino con la simple convicción de que así eras feliz.
Aprendí a entenderte.
No con la melodía más bella, pero si con aquella que emana de tu corazón, que te hace bailar por las noches sin razón alguna, que te hacen remojar el pan en el café saboreandolo hasta ensuciar tus manos, que de pronto te convierte en locura y estallas en risas, llanto, conversaciones infinitas y ronquidos por la noche.
Aprendí a amarte.
No como las grandes películas y cuentos de hadas, si no con una eterna y profunda realidad, con tus defectos e inseguridades, con todo aquello que se pinta de rosa por temor a ser descubierto, con esa oscuridad tuya tan llena de luz.
Aprendí entonces que las historias que vale la pena contar, son como la nuestra.
Donde lo dulce de nuestras vidas llegó, después de saborear lo amargo de nuestras experiencias y entonces lo convertimos en el manjar mas exquisito.