Toda hija es madre al final de sus días de su madre.
"Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando la hija se convierte en la madre de su madre.
Es cuando la madre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso.
Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuidándola madre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.
Es cuando la madre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana - todo corredor ahora está lejos.
Es cuando uno de los padres antes dispuesto y trabajador fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus medicamentos.
Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.
Todo hijo es el padre de la muerte de sus padres.
Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.
La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.
Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.
La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el “des templamiento de las aguas”.
Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos ningún momento.
La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.
Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?
Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.
FELIZ EL HIJO QUE ES EL MADRE DE SU MADRE ANTES DE SU MUERTE, Y POBRE DEL HIJO QUE APARECE SÓLO EN EL FUNERAL Y NO SE DESPIDE UN POCO CADA DÍA.
Mi hermana, Alex, Manolo y yo acompañamos a mi madre hasta sus últimos minutos.
En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverla de la cama al sofá, tratando de cambiar las sábanas cuando Queta gritó desde su asiento:
- Dejen que les ayude.
Reunió fuerzas y tomó por primera a su madre en su regazo.
Colocó la cara de su madre contra su pecho.
Acomodó en sus hombros a su madre consumida por las llagas: arrugado, frágil pero siempre siendo una guerrera.
Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.
Meciendo a su madre de un lado al otro.
Acariciando a su madre.
Calmando a su madre.
Y decía en voz baja:
- Estoy aquí, estoy aquí, ¡muñequita linda!
Lo que una madre quiere oír al final de su vida es que su hija está ahí".
Desconozco al autor