“Mi percepción a medida que envejezco es que no hay años malos. Hay años de fuertes aprendizajes y otros que son enseñanzas. Creo firmemente que deberíamos evaluar el tiempo, de cuánto fuimos capaces de amar, perdonar, reír, aprender cosas nuevas, desafiando nuestro ego y nuestros apegos.
Por eso no deberíamos tenerle miedo al sufrimiento ni al tan temido fracaso, porque ambos son sólo instancias de aprendizaje.
Nos cuesta mucho entender que la vida, depende de nosotros como vivirla. Si no me gusta la vida que tengo, deberé desarrollar las estrategias para cambiarla, pero está en mi voluntad el poderlo hacer.
“Ser feliz es una decisión” no nos olvidemos de eso. Entonces con estos criterios me preguntaba qué tenía que hacer yo para poder construir un buen año, porque todos estamos en camino de aprender todos los días a ser mejores y de entender que a esta vida venimos a tres cosas: aprender a amar, a dejar huella y a ser felices.
Crear calidez dentro de tu entorno familia, hogar y para eso tiene que haber olor a comida, cojines aplastados y hasta manchas, cierto desorden que acuse que ahí hay vida.
Tratemos de crecer en lo espiritual.
Tratemos de dosificar la tecnología y demos paso a la conversación, juegos “antiguos”, a los encuentros familiares, a los encuentros con amigos dentro de casa. Valoremos la intimidad, el calor y el amor dentro de nuestras familias. Si logramos trabajar en esos puntos habremos decretado el ser felices, lo cual no nos exime de los problemas, pero nos hace entender que la única diferencia entre ser feliz o no, es la ACTITUD con la que enfrentemos a los problemas, y aprender las lecciones que nos pone la vida.
Dicen que las alegrías cuando se comparten se agrandan y que las penas se achican. Tal vez sucede que al compartir se dilata el corazón, y un corazón dilatado está mejor capacitado para gozar de las alegrías y mejor defendido para que las penas no nos lastimen por dentro.
Autor: Mamerto, monje benedictino.